CONSTITUCIÓN APOSTÓLICA “ECCLESIAM A JESU CHRISTO”
PIO VII (sept. 1821)

 

La Iglesia que Jesucristo nuestro Salvador fundó sobre piedra firme, y contra la cual, según la promesa del mismo Jesucristo, jamás prevalecerán las puertas del infierno, ha sido tantas veces atacada por enemigos tan terribles, que sin esta divina promesa, que no puede pasar, sería de temer que circunvenida por las violencias aquellos, por sus artificios y embustes, hubiese sucumbido. lo que sucedió en los antiguos tiempos sucede aún, y sobre todo, en los días de aflicción en que vivimos, que parecen ser los últimos tiempos anunciados desde hace tantos siglos por los Apóstoles, cuando vengan impostores que caminarán a sus anchas por la vía de la impiedad (Jud. XVIII).

 

Nadie, con efecto, ignora qué número prodigioso de hombres criminales se han reunido en estos difíciles tiempos, como un solo hombre contra el Señor y contra su Cristo, quienes empleando todas sus fuerzas en arrancar de la doctrina de la Iglesia "a los fieles engañados por falsa filosofía y por vanos sofismas (Coloss, XI, 8.)" han aunado sus impotentes esfuerzos para conmover y derribar la Iglesia.

 

Para obtener más fácilmente resultado, la mayor parte ha formado sociedades secretas y sectas clandestinas, esperando con este medio arrastrar más libremente mayor número de asociados de rebelión y de crímenes.

 

Hace ya mucho tiempo que esta Santa Sede, habiendo descubierto esas sectas, levantó contra ellas su libre y fuerte voz, y puso a la luz del día los designios que aquélla formaba en la sombra contra la religión y aún contra la sociedad civil.

 

Hace ya largo tiempo que excitó la diligencia de todos para que estuviesen atentos y les impidiesen ejecutar sus impíos planes.

 

Más debemos gemir por que la Santa sede apostólica no ha obtenido el resultado que esperaba y que esos hombres desistiesen en su criminal empresa, de donde han resultado todas las desgracias, que hemos visto.

 

Más aún, esos hombres, cuyo orgullo crece todos los días, han osado formar nuevas sociedades secretas.

 

Es preciso recordar aquí una sociedad recientemente formada que ha hecho grandes y profundos progresos en Italia y en otros puntos, la cual, aunque dividida en varias ramas y llevando diferentes nombres según su diversidad, es sin embargo, por la comunidad de sentimientos y de crímenes y por el pacto que las une, en realidad una sola, la sociedad comúnmente llamada de Carbonarios.

 

Estos afectan singular respeto y maravilloso celo por la persona y doctrina de Jesucristo nuestro Salvador, a quien tienen la audacia sacrílega de llamar jefe y Gran Maestre de su sociedad.

 

Mas, esos discursos que parecen más suaves que el bálsamo no son sino saetas con las cuales esos hombres pérfidos, cubiertos con piel de oveja, y que en el fondo no son más que lobos robadores, se sirven para herir sobre seguro a los que no están en guardia o sobre aviso.

 

El terrible juramento con el cual, a imitación de los antiguos priscilianistas, se obligan a no revelar nunca ni en ninguna circunstancia, a los que no están afiliados a la sociedad, ni comunicar a los miembros de grados inferiores nada de lo concerniente a los grados inferiores nada de lo concerniente a los grados superiores; y esas reuniones clandestinas e ilegítimas fundadas según el modelo de los herejes y esa promiscuidad de hombres de cualquiera religión y secta en su sociedad, si no hubieses otras pruebas, probaría bastante que no hay que tener confianza alguna en sus discursos.

 

Mas no hay necesidad de conjeturas ni razones para juzgar sus palabras como Nos lo hemos dicho más arriba.

 

Los libros impresos, donde están descritas las prácticas usadas en sus reuniones, y sobre todo en las de los grados superiores; sus catecismos, estatutos y otros documentos auténticos y muy dignos de crédito, como también el testimonio de aquellos que, después de haber abandonado la sociedad a que antes se habían afiliado, han descubierto a los jueces competentes los errores y artificios, todo prueba con evidencia que los carbonarios se ocupan principalmente en dar cada uno, por la propagación de la indiferencia en materia religiosa, toda licencia en crearse una religión a su fantasía y conforme a sus opiniones, sistema tal que quizás no podría imaginarse otro más peligroso; en profanar y manchar con algunas de sus criminales ceremonias la pasión de Jesucristo; librar al desprecio de los sacramentos de la Iglesia, a los cuales substituyen otros nuevos, inventados por ellos, cometiendo así un horrible sacrilegio, y aun suplantándoles a los misterios de la Religión Católica; finalmente minando a esta Silla apostólica, contra la que, y porque la Cátedra de Pedro ha ejercido siempre su primacía, están animados de odio singular, tramando los más terribles y funestos atentados.

 

Los preceptos de moral de la sociedad de los Carbonarios, según se desprende de sus documentos, no son menos horribles, aunque se vanagloria con cierto orgullo en exigir a sus sectarios que amen y practiquen la caridad y toda suerte de virtudes, y que se guarden con cuidado de los vicios.

 

Así, esta Sociedad favorece con una desvergüenza extrema los placeres sensuales; enseña que es permitido matar a los que violen el juramento de guardar el secreto del cual hemos hablado más arriba; y aunque Pedro, el príncipe de los Apóstoles, ordene a los cristianos "que sean sumisos, por amor de Dios, a toda criatura humana, ya sea al rey como al jefe del estado, ya a los gobernadores como a los enviados de Dios", etc. (I Epíst. II, 13, 14); aunque el apóstol San Pablo ordene, "que toda persona se someta a las potestades superiores (Rom XIII; Aug. Epíst. XLIII)"; sin embargo aquella sociedad enseña que es lícito excitar a la rebelión para despojar de su poder a los reyes y todos los que mandan, y que se atreve, como soberana injuria, llamarles a todos sin distinción con el nombre de tiranos.

 

Tales son, con otros muchos, los dogmas y preceptos de esa sociedad que han engendrado los crímenes recientemente cometidos en Italia por los Carbonarios, crímenes que han causado a las gentes honradas y piadosas, amargo dolor.

 

Nos, que hemos sido constituido guardián de la casa de Israel, que es la Santa Iglesia; Nos que, por nuestro cargo pastoral, debemos velar para que el rebaño del Señor que divinamente nos ha sido confiado no sufra ningún daño; Nos pensamos que en una causa tan grave nos es imposible abstenernos de reprimir los infames esfuerzos de esos hombres.

 

Nos anima a ello el ejemplo de Clemente XII y de Benedicto XIV, de feliz recordación, nuestros Predecesores: uno en su Constitución In eminenti, y otro en su Constitución Próvidas, han condenado y proscrito las sociedades de Liberi muratori o de Masones, o llamadas con otro nombre, según la diversidad de países y de idiomas, sociedades de las que es imitación la de los Carbonarios, si no es una rama.

 

Y aunque ya en dos edictos emanados de nuestra secretaría de Estado, hayamos rigurosamente proscrito la dicha Sociedad, sin embargo, según el ejemplo de nuestros Predecesores, Nos pensamos decretar penas severas de un modo más solemne contra dicha Sociedad, sobre todo, cuando los Carbonarios pretenden que no son comprendidos en las dos Constituciones de Clemente XII y de Benedicto XIV, ni sometidos a las sentencias y penas contra aquéllos decretadas.

 

En su consecuencia, después de haber oído a la Congregación formada por nuestro venerables hermanos los Cardenales de la santa Iglesia Romana, y según su parecer, así como también de nuestra propia voluntad y de ciencia cierta, y después de madura deliberación y con la plenitud de nuestro poder apostólico, Nos ordenamos y decretamos que la mencionada sociedad de Carbonarios o con cualquier otro nombre que se llame, y sus asambleas, reuniones, colegios, agregaciones y conventículos, deben ser condenados y proscritos como Nos los condenamos y proscribimos en nuestra presente Constitución, la cual permanecerá valedera para siempre.

 

He ahí porque proscribimos rigurosamente y en virtud de santa obediencia, a todos y a cada uno de los fieles de Jesucristo, de cualquier estado, grado, condición. orden, dignidad y preeminencia, sean laicos, eclesiásticos, seglares o regulares, ya fuesen dignos de mención particular e individual y de expresa designación, que no tengan bajo ningún pretexto la audacia y la presunción de entrar en dicha sociedad de los Carbonarios o como quiera que se llame, de propagarla, favorecerla, recibirla o esconderla en su casa, en su morada o en otra parte; de afiliarse o recibir algún grado, asistir a sus reuniones, de darles poder o medios de reunirse en cualquier lugar, de prestarle algún favor, de darle consejo o apoyo, de favorecerla abiertamente o en secreto, directa o indirectamente, por sí o por otros, de cualquier modo que esto sea; como también aconsejar, insinuar, sugerir, persuadir a otros que entren en esa Sociedad, de recibir ningún grado, de alistarse, asistir a sus reuniones, ayudarla y favorecerla de cualquiera manera que esto fuere; Nos les prescribimos que se aparten de dicha Sociedad, de sus asambleas, reuniones, agregaciones, conventículos, bajo pena de excomunión en que incurrirán los contraventores, y en el mismo hecho y sin otra declaración, excomunión para la que nadie, si no es en el artículo de la muerte, podrá recibir el beneficio de la absolución de otro que de Nos mismo o del Pontífice Romano entonces existente.

 

Además, Nos queremos que todos estén obligados, bajo la misma pena de excomunión a Nos reservada y a los Pontífices Romanos nuestros sucesores, en denunciar a los obispos o a otros prelados que conozcan afiliados a la dicha Sociedad o haberse manchado de los crímenes que hemos recordado.

 

Finalmente, para apartar con más eficacia todo peligro de error, Nos condenamos y proscribimos todos los catecismos, como les llaman los Carbonarios, y todos los libros en los cuales los Carbonarios describen las prácticas usadas en sus asambleas, como en sus estatutos, códigos, y todos los libros escritos en su defensa, ya sean impresos, ya manuscritos, y Nos prohibimos a todos los fieles bajo pena de excomunión mayor, reservada como Nos hemos dicho, leer o guardar alguno de esos libros, y Nos les mandamos de entregarlos sin reserva a los ordinarios de los lugares, o a aquellos que tengan derecho de recibirlos.

 

Queremos, además, que se preste a las copias de nuestras presentes letras, aún de las impresas, firmadas de la mano de un notario público y con el sello de una persona constituida en dignidad eclesiástica, la misma fe que se prestaría a la Letras originales si fuesen presentadas.

 

Que a nadie sea permitido infringir o contravenir con temeraria audacia este texto de nuestra declaración, condenación, mandato, prohibición o interdicción.

 

Mas si alguno fuese bastante presuntuoso que atentase contra ellas, sepa que incurrirá en la indignación de Dios todopoderoso y de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo.

 

Dado en Roma, cerca de Santa María la Mayor, año de la Encarnación de Nuestro Señor MDCCXXI, el día de los idus de Septiembre, el año XXII de nuestro pontificado.


 

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