Yo no soy un creyente; soy un hombre de razón, y desconfío de todas las formas
de fe.
Sin embargo, distingo la religión de la
religiosidad.
Religiosidad significa para mi simplemente meter sentido de los propios
límites, saber que la razón del hombre es una pequeña lucecilla que ilumina un
espacio infinito frente a la grandiosidad, la inmensidad del Universo.
La única cosa de la que estoy seguro,
manteniéndome siempre dentro de los límites de mi razón - y nunca lo repetiré
bastante – es que no soy un creyente, pues tener la fe es algo que pertenece a
un mundo que no es el mío, aun cuando vivo el sentido del misterio, que
evidentemente es común tanto al hombre de razón como al hombre de fe, con la
diferencia de que el creyente llena este misterio con revelaciones que vienen
de lo alto y de las que no llego a convencerme.
No obstante, permanece este profundo
sentido del misterio que nos circunda y que llamo sentido de religiosidad.
La mía es una religiosidad de la duda y no de respuestas ciertas.
Acepto solo aquello que está dentro de
los límites estrictos de la razón que, por cierto, son angostos: mi razón se
detiene a pocos pasos, queriendo recorrer el camino que penetra el misterio,
camino que no tiene fin.
No sabemos más; sabemos que no sabemos.
Cualquier científico dirá que cuanto más
sabemos, más descubrimos que no sabemos.
Los antiguos creían saber más, siendo
así que no sabían nada comparado con lo que sabemos hoy.
Hemos ensanchado enormemente el espacio
de nuestro conocimiento pero, cuando más los ampliamos, más nos damos cuenta
de que este espacio es grande.
¿Qué sabemos del Cosmos?
¿Cómo y por qué se dio el paso de la
Nada al Ser?
FRENTE AL MISTERIO
¿Por qué el Ser y no más bien la Nada?
Esta es una pregunta tradicional, a la
que no tengo respuesta.
Nunca me había percatado de no tener una
respuesta y no se de alguien que pueda dar una respuesta, como no sea por la
fe.
Según Severino, el ser es infinito, el
ser ES.
Pero no es que con ello estemos en
condiciones de entender qué cosa era antes.
Es imposible.
Y frente a las preguntas a las que no es
posible dar respuesta - y es que estoy seguro de no poder dar respuesta, por
más que pertenezca a una humanidad que ha realizado progresos enormes – me
siento un pequeño grano de arena en este Universo.
Negar que la pregunta tiene sentido,
como podría hacerlo una filosofía analítica, me parece un juego de palabras.
Probablemente depende de mi incapacidad de ir al más allá, pero cuando observo
haber llegado al final de la vida sin haber encontrado una respuesta a las
preguntas últimas, mi inteligencia se siente humillada, y acepto esta
humillación sin tratar de huir de ella por medio de la fe, a través de caminos
que no oso transitar.
Sigo siendo un hombre de mi razón limitada – y humillada - .
Sé no saber, y a esto lo llamo “mi
religiosidad”.
No se si es justo, pero en el fondo
coincide con lo que piensan las personas religiosas frente al misterio.
Probablemente no se alcance a resistir este dudar continuo, este continuo no
saber y entonces se recurre a las creencias, como la de la inmortalidad del
alma.
Por mi parte, sigo entendiendo el fondo
religioso de mi persona como ese no saber.
Es un fondo religioso que me
intranquiliza, me agita, me atormenta.
Un día, el cardenal Martín dijo: para mí la diferencia no es entre el creyente
y el no creyente (¿y qué quiere decir creer?, ¿y en qué?) , sino entre quien
toma en serio estos problemas y quien no: creyente es el que se contenta con
respuestas fáciles (¡ también el no creyente se contenta con respuestas
fáciles!).
Hay quien dice: “soy ateo”, pero no
estoy seguro de saber qué cosa significa serlo.
Pienso que la verdadera diferencia está
entre quien, para darle algún sentido a su vida, se plantea con seriedad y
empeño estas preguntas y busca la respuestas y aquél a quien nada le importan
y le basta repetir lo que oyó siendo niño.
La respuesta de la fe es consoladora,
pero las religiones no tienen solamente una función consoladora; tienen
también la función de ‘revelar’ la verdad sobre problemas a los cuales no
llega el saber común: la creación, la inmortalidad del alma.
Ya di mi respuesta.
Son las pocas convicciones que tengo,
porque las mías son las convicciones de un hombre que constantemente pasa de
la duda a la verdad y de nuevo a la duda.
Yo no creo.
Llegado a una edad en la que se siente próximo el fin, debo escucharme a mi
mismo y dar una respuesta personal; el único deseo que tengo, la única
necesidad, no es ciertamente la inmortalidad, si no morir en santa paz: el
reposo eterno es lo que espero.
No quiero despertarme, pero ésto, en el
fondo, también coincide con la religión: ¡ requiem aeternam dona eis, Domine!
Está escrito a la entrada de todo
cementerio.
Como casi todos en este país, crecí en
una familia católica y tuve una formación católica. Plegarias, oraciones… lo
repetí tanto (ya en latín, como se acostumbraba, ya en italiano), que llegué
casi a olvidarlas.
Hice la primera comunión y también mi
matrimonio fue religioso (aunque mi mujer no es creyente).
Y a la pregunta de cuándo y por qué
perdí la fe, no me es fácil responder, tal vez hacia los veinte años; seguro
el estudio de la Filosofía; todas estas preguntas sobre problemas de
metafísica, digámoslo así, y el darse cuenta que las respuestas de la fe
implicaban creencias difíciles de aceptar.
VIDA Y MUERTE
La creencia en los milagros, por ejemplo, para un racionalista es la cosa más
absurda.
Otro tanto es el tener que creer en todo
aquello que para un ser racional parece como un mito, comenzando por el pecado
original.
Sobre el pecado original comparto lo que
escribió un amigo católico, el profesor Luigi Lombardi (que por esta razón fue
echado de la Universidad católica donde enseñaba), formulando preguntas muy
sencillas, si se quiere elementales, pero que no tienen respuesta: una culpa
originaria colectiva no es aceptable, la culpa es personal y no puede
transmitirse de una generación a otra, no hay nada más primitivo.
La culpa colectiva es, sin más, una
concepción tribal.
Creer en el Antiguo Testamento es
difícil.
Creer en el Dios de Abraham que se
revela pidiendo un sacrificio es muy cruel.
Y aquí me detengo.
Pero queda el misterio del Universo.
Quizá en mi formación pesaron factores más banales.
Con la adolescencia y luego de ella, se
entra en el mundo con todos los deseos que asaltan a un muchacho, tan fuertes
como para dejar de lado poco a poco las prácticas religiosas.
Por muchos años uno va a confesarse y en
un cierto punto no se confiesa más.
Entré en conflicto con la moral del
confesionario.
Tal vez con la idea de que más tarde
regresaría… uno de los problemas metafísicos que me planteé más pronto fue el
de la inmortalidad del alma: ¿es posible que seamos eternos? ¿y qué significa
esto?
La vida y la muerte están
indisolublemente conectadas entre sí, la vida encuentra sentido en la muerte y
la muerte en la vida.
Si de veras hubiera otra vida, la muerte
no sería la muerte.
Pensémoslo bien.
¿Por qué es la muerte?
Es que hay que tomar en serio la muerte.
Comencé a tomarla en serio viendo morir a amigos jóvenes, sin ilusionarme con
las promesas de la religión de que aún estuvieran vivos.
Algunas veces, pensando en la muerte de
una persona especialmente querida – mi padre, por ejemplo es que la persona a
quien quise ya no existe…