Consideraciones sobre "La Flauta Mágica" de W. A. Mozart

Testamento espiritual de Mozart



Por: ROBERTO ANDRADE



A comienzos de 1791 Mozart vivía en Viena en difíciles condiciones: muerto  el viejo emperador José II, su sucesor Leopoldo II apenas mostraba interés  por la música de Mozart.

Por ello, su situación económica era precaria, acaso aún más que de  costumbre; su salud no era buena y su esposa Constanza, embarazada, se había  marchado a Baden para reponerse.

En esas circunstancias, un viejo conocido de Mozart, Emanuel Schikaneder, le  habló de un texto que estaba adaptando a partir de una fábula oriental.

Atraído por el tema, el compositor pensó en ponerle música. Schikaneder, que  había nacido en 1751 en Straubing, Alemania, era un polifacético personaje:  actor, cantante, escritor y empresario.

Amigo de la familia Mozart desde 1780, en 1788 se había instalado en Viena  para gestionar el teatro "auf der Wieden" donde ofrecía tanto óperas de  Gluck, Paisiello o Martín y Soler, como dramas de Shakespeare Schiller y  Goethe.

No está de más recordar que Schikaneder fue un célebre Hamlet.

En ese teatro de suburbio habría de ver la luz "La Flauta Mágica", última  ópera escrita por Mozart, que comenzó a componerla en mayo de 1791,  concluyéndola el 28 de septiembre.

Considerando la fecundida de Mozart, el plazo puede parecer largo; pero no  olvidemos que, entre julio y agosto, y en apenas tres semanas, hubo de  escribir otra ópera, "La clemencia de Tito".

El estreno tuvo lugar el 20 de septiembre, dirigido en lo musical por Mozart y en lo escénico por Schikaneder, que interpretó el papel de Papageno; la cuñada de Mozart, Josefa Hofer, cantó el de "La Reina de la
Noche".

Después de su inmortal trilogía de óperas sobre libretos en lengua italiana debidos a Lorenzo da Ponte, es decir, "Bodas de Fígaro","Don Juan"  y "Cosí fan tutte", Mozart tenía interés en volver al género "singspiel"
-análogo a nuestra zarzuela por su alternancia de partes cantadas y  habladas- en el que había producido su primera obra maestra para la escena,  "El rapto en el serrallo".

Por ello escribió entusiasmado una música admirable para un texto de  moderado valor.

Un rasgo sobresaliente de "La Flauta Mágica" es la singular armonía de una  partitura caracterizada por los contrastes musicales más abruptos y la más  absoluta heterogeneidad de estilos: Pamina pasa de su sencillo dúo con  Papageno "Be¡ Männern" (n° 7) a su aria (n° 17), en el estilo de la ópera  seria; junto al tono decididamente popular, alemán o vienés, de toda la  música de Papageno, hallamos la noble gravedad de las arias de Sarastro y el  estilo italiano de las arias "de bravura" que canta "La Reina de la Noche".

Por su parte, la Obertura se ajusta al esquema de la fuga, mientras en el  final del segundo acto escuchamos una coral de aire bachiano, y al final del  primero, en el dúo de Tamino y el Sacerdote, suena una música de  sorprendente modernidad.

Mozart sabe juxtaponer y combinar lo cómico y lo serio, lo solemne y lo  popular, lo fabuloso, lo cotidiano y lo esotérico con un dominio absoluto,  sin que el equilibrio escénico se resienta en momento alguno.

Su genio se manifiesta en una música magistral de la primera nota a la  última, que unifica esa diversidad estilística y transciende las  limitaciones de la pieza teatral en que se basa.

Al igual que en la mencionada trilogía sobre Da Ponte, Mozart revela una  capacidad ¡limitada para expresarse musicalmente a través de todos sus  personajes, sin dar primacía a unos sobre otros: hasta el apaleado  Monostatos tiene una aria deliciosa y la música de los tres genios se eleva  a lo sublime en su último trío.

Parte de la magia de esta partitura incomparable deriva de una instrumentación muy ingeniosa y colorista, en la que conviven el toque popular de la flauta de Pan o el carillón de Papageno con la voz grave y  solemne de los trombones, novedad en la plantilla orquestal de la época, que  Mozart ya había empleado en Idomeneo para acompañar al oráculo, o en la  escena final de Don Giovanni.

Destaca la presencia de los instrumentos a los predilectos "corni di  bassetto", de la familia del clarinete- que Mozart había afinado en sus  Serenatas y Divertimentos y cuya magia sonora destila en La Flauta Mágica con la ciencia de un alquimista.

Un breve comentario sobre el libreto y su simbología masónica.

Cabe discutir su valor literario -como en la mayoría de las óperas, dicho  sea de paso- pero su estructura es impecable y propicia un juego escénico  rico en efectos y contrastes, que cautivó al público vienés y abrió para  esta ópera las puertas del éxito.

Como muchos artistas y políticos de la Viena de entonces, Schikaneder y  Mozart eran masones y éste se entusiasmó por una historia que le permitía  ofrecer a sus compañeros de logia una ópera que exalta los ideales de  fraternidad y espiritualidad.

La partitura abunda en referencias a símbolos masónicos.

Así el número tres aparece en la agrupación de personajes (tres Damas, tres  Genios, tres Esclavos); en los tres acordes que se escuchan al comienzo de  la obertura y a mitad de su curso; en la frecuente tonalidad de mi bemol  mayor, en la que empieza y termina la obra, cuya armadura tiene tres  bemoles.

Pero no solo el plan tonal de la partitura obedece a una simbología  espiritual; ésta se trasluce asimismo en los contrastes que la acción  presenta entre el bien (Sarastro) y el mal (Reina de la Noche), entre la luz  y las tinieblas (ídem), entre la sabiduría y la ignorancia (Tamino y Papageno), entre lo serio y lo bufo...

De hecho, cabe resumir la trama como un proceso de iniciación masónica, la  de Tamino y Pamina, que culmina en el segundo acto, una vez que la pareja  supera las tres pruebas -silencio, fuego y agua- y alcanza el triple  objetivo de fuerza, belleza y sabiduría.

Un texto, por tanto, con múltiples aspectos interesantes, que estimuló la  fantasía musical de Mozart y dio lugar a una de sus obras más hermosas, "su  testamento espiritual", según la definió el eminente mozartiano Bruno
Walter.